miércoles, 22 de diciembre de 2010

La propia condena

Hoy fue la quinta vez que intenté. Reuní todas mis fuerzas, puse todo mi empeño, y nada. Como todas las otras veces, nada. ¡Nada! Frustración, recorre mis venas quemándolas. La impotencia hierve mi sangre febrilmente. Y bueno, será que no sirvo, ¿Será que verdaderamente no sirvo para nada?
El otro día me preguntaron por mi fuerte. Pausa. Dije no entender. Tu fuerte, algo en lo que te destaques por sobre lo demás. Pausa, una eterna como mis sueños extintos. Es triste pensarlo, pero si tenemos en cuenta la cantidad de gente del planeta, los pocos que se destaca en algo, queda un enorme margen de gente promedio, como yo, sin ningún fuerte.
A veces invade mi mente la expresión de mis padres cuando dije que dejaría abogacía; no es lo mío, no sirvo para estudiar. Una lágrima de mamá en mi rostro, por mis venas. Esperé hasta conseguir un trabajo, mediocre, y dejé, abandoné la carrera. Si todos fuesen universitarios, ¿quién recogería la basura o lustraría los zapatos, o bailaría en un cabaret?
Tiro las culpas hacia afuera, la frustración y rabia siguen adentro. Con hoy ya van 5 (cinco) veces, y sigo igual que en un comienzo. Peor, siento la presión de la derrota acuestas. Mañana será otro día, habrá otro intento, otro golpe de fracaso que devendrá, como todos los días, en un nuevo mañana, para un nuevo intento, seguramente frustrante.

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