Mi ciudad de noche, con sus cálidas lúces de sodio, es como un cuento de algún autor famoso que parece no recordar. Destella la alegría, el furor, la venganza. Titila en su afán de no apagarse.
Por las noches mi ciudad es parte de una realidad aparte. Es dueña de mil historias que no comienzan y nunca acaban. Es presa y voyeur de mil violadores que fornican en sus calles; de miles de niños que sueñan con sobrevolarla, con llegar hasta la luna tan lejana.
Y la brisa sopla, pero nunca enfría los corazones que aquí se alojan. Y el sol calienta, pero jamás podrá derretir las ilusiones que vagan por sus callejones.
Cuenta la leyenda que mi ciudad es tan grande y tan inmensa que se ha devorado pueblos enteros. Que por sus venas correr ríos, por debajo de ella.
Habitantes hay muchos que la tratan sin cuidado, que no se percatan del daño que le han causado. De las llagas tan profundas que rajan el asfalto, y los aires tan pesados que tiñen sus bastos árboles. Pero también hay otros tantos, dueños y amantes de sus rincones, apasionados conversadores que se sientan en sus parques y le ceban unos mates.
Cuenta la leyenda que una vez en un apagón toda ella se oscureció, y pareció desvanecerse en otro mundo. Y por esa noche en la oscuridad que la rodeaba no había leyes ni mandatos; deberes ni alegatos. Pero cuando el día despertó, todo reapareció, y en un olvido esa oscura vida desapareció.
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